Yo tenía una granja en Alzira, al pie de la Montañeta. La zona entera es hermosa: una amable villa rodeada de naturaleza y naranjos. El río Xúquer da a la comarca una fertilidad sosegada muy adecuada para el cultivo.
Pese a ese entorno, el dinero latía inquieto en los monitores. El viento trae sin tregua noticias de lejanas tierras: Londres, Tokio, New York... estremeciendo el mercado local. Y apuestas en Brasil, en Corea, en Turquía... oportunidades en cada bote de balón. La labor no podía descuidarse un minuto: capataces turnándose día y noche en el campus de la cercana Valencia. Ojos siempre vigilantes engordando los esquejes.
A principio de cada mes, era un placer ver partir a su destino la cosecha. Brillantes y crujientes billetes destinados a mil cuentas diferentes. A familias, a asociaciones, a gente que la recibía como lluvia. Los chicos salían de la granja en coche, en moto, algunos a pie, y echaban de comer enormes brazadas de euros a los bancos en varios kilómetros a la redonda.
Compartíamos con alegría. El deporte de la villa vivió con nosotros una etapa de oro. Multiplicamos cursos y conferencias para enseñar a la gente a cultivar por sí mismos.
El volumen crecía y la plantación se desarrollaba feliz. Sin miedo a los depredadores, empezamos a usar servicios bancarios como canales luminosamente rápidos: bastaba un click para abrir las esclusas y esparcir el dorado trigo en la red.
Grandes ciudades del país se lanzaron a ofrecer los productos de nuestra huerta, muy apreciados por los clientes. Pero la granja mantuvo sus lindes: germinando y creciendo en la oscuridad de Valencia; la brillante cosecha en Alzira.
El dinero es un cultivo delicado y difícil, requiere atención constante y protegerlo de las plagas que lo acechan. Yo lo sabía, y puse cien vallas alrededor de esos tiernos tallos.
Pasaron raudas las estaciones, la granja amaneció un día convertida en pequeña hacienda. Y a los dueños de la tierra, nobles caballeros, no les gustan los advenedizos; menos aún si reparten. En algún lugar, un pulgar señaló hacia abajo.
Cometí los peores errores. No supe preservar mi granja. Sabios amigos me avisaron: “inquietas a los bancos”, “no te acerques a políticos”, “hay hienas y buitres a tu lado”... ni siquiera me fijé en los nubarrones que anticipaban tormenta.
Cayó rauda la pesadilla. Quemaron mi granja, me encerraron, me prohibieron criar billetes. Y lo que más siento es que con los planteles arrancaron también la esperanza de cientos de familias: los caballos pisotearon sus frutos.
Ahora, desterrado y vapuleado, ya no cuento con que me devuelvan mis campos. Demasiado tarde he comprendido la naturaleza del gran juego: la banca siempre gana.
Pero la vida es continua sorpresa: perdido lo material y mi libertad, aún me ha regalado un tiempo de tregua. Justo será brindar desde este oasis a la salud de nuevos labradores.
Tú también puedes hacer crecer tu capital, fortalecerlo como un árbol que te dará cobijo mañana. Cualquiera con la suficiente dedicación puede lograrlo. Si actúas con amor de jardinero, tu parcelita prosperará. Quizá este libro te ayude.
Hoy mi granja es solo cenizas, sí. Pero todavía, en la oscuridad que precede a la noche, la brisa me trae a veces el recuerdo de ese dulce aroma a brotes de dinero.